domingo, 15 de agosto de 2010

Días ganados

Hay días en los que me siento rota, triste. Tardes en las que comprendo lo difícil que resulta darse por vencido, dejar de luchar y de creer. Esperar a que llegue un no sé qué, no sé quién, sin saber dónde, cuándo, andar por las calles como niño que juega a la gallina ciega, intentando probar y atrapas las cosas que erróneamente piensa que están a su alcance.
Desesperanzada, con la cara vuelta a la realidad. El discurso da vueltas y vueltas dando argumentos que parecen válidos, que deben serlo, pero al final del día resultan engaños simples, como quien predica lo que evita aplicar en su vida diaria, como quien disfruta burlándose de la desesperación ajena.
Preferiría ser una muñeca, perder mi voluntad y dejar que los hilos que intentan tirar de mis pensamientos ganaran al fin la batalla, la guerra… Preferiría ser lo que niegan que esperan, pero desean en la intimidad de sus corazones, ejemplificar en mi vida los oídos sordos, y seguir dándome con la misma pared de siempre, sólo que esta vez, fingiendo que no existe.
Me gustaría tener la cara inexpresiva, la mirada cerrada, las manos ocupadas en mantener la postura, y el cerebro anestesiado, la lengua atada, la fugacidad de la sonrisa fingida tan memorizada que crea yo misma que es su posición natural. Sería más sencillo serlo, menos asfixiante, con mejores prestaciones.
Meterme en la cabeza que la doble moral es parte de una necesidad social, que no merezco disfrutar y resulta necesario evitar a toda costa los goces personales, entender que, desgraciadamente, la mujer sigue estando para los demás y no para sí. Gritar mi independencia a los cuatro vientos, mientras ato el tobillo izquierdo a un cuento de hadas.
La histeria colectiva que grita con voces calladas que se ha errado el camino, que es momento de dar vuelta en u y volver al sendero conocido, que ofrece serias complicaciones a cambio de olvidarse de sí, de perderse en un mar de adjetivos que no responden por nombre propio sino por oficio.
Ocupación, buscar en los demás lo que no sé de mi. Interés, dimitir de la imagen propia, adoptar la convencional. Grado, depende de la aspirante, pero por lo regular, a partir de la segunda década de vida la mayoría son expertas ya en la hipocresía e hipocondría.
La última palabra no desea ser escrita, porque se resiste a creer que dejará el oscuro ático dónde se esconde con las demás generadoras de convicciones, porque sabe que más allá sólo encontrará el olvido, el perdón por un error que no ha cometido, la pena ajena por un juicio perdido, el señalamiento por ser real.
Las horas pasan, los recuerdos vuelan. Los más fuertes taladran y preguntan, se ocupan de hacer tambalear a cada momento los endebles argumentos que limitan el ideal y la realidad. Las lágrimas se tornan ausentes y por momentos, una estridente carcajada que proviene de la angustia, decide brotar desde el alma hasta los labios, mismos que la silencian y le prohíben el paso, pues comprenden que la prisionera se lleva la poca entereza sobreviviente consigo, que no viaja sola.
La realidad cayéndose a pedazos para mostrar el panorama que esconde tras sus velos y silogismos. La realidad empapada de mentiras, de panfletos.
Estos son los días ganados, días que disfruto, en los que pienso que es difícil dejar de luchar y de creer, de creer que puedo obviar el discurso que se convirtió en mi deseo. Días que me hacen esperar por las noches, que me llevan embelesada de la mano a los aposentos del insomnio, de la muerte y la pérdida.

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